
El riesgo de reducir el trabajo a tareas ¿Cómo evitarlo?
En el lenguaje cotidiano hablamos de “trabajo” casi como sinónimo de actividad, esfuerzo o responsabilidad. Sin embargo, en el ámbito organizacional, no es lo mismo hablar de trabajo, de tarea o de rol. Esa distinción, no es un tecnicismo: es uno de los pilares para comprender cómo deben diseñarse y funcionar las empresas que aspiran a ser coherentes, justas y sostenibles en el tiempo.
Trabajo no es solamente el despliegue de esfuerzo físico ni la ejecución de rutinas. El trabajo se define por el uso del juicio para enfrentar problemas y tomar decisiones en distintos niveles de complejidad.
En toda situación de trabajo hay un margen de discreción, un espacio en el que la persona no solo “cumple órdenes”, sino que decide cómo abordarlas, qué priorizar y cómo resolver lo inesperado. Ese margen es lo que diferencia al trabajo real de una simple lista de instrucciones.
Dicho de otro modo: una persona no se limita a hacer, sino a pensar mientras hace.
La tarea es la unidad más concreta: una acción definida, asignada y cerrada una vez cumplida. Ejemplos sobran: elaborar un informe, llamar a un cliente, preparar un presupuesto. Pero aquí una advertencia: cuando reducimos el trabajo humano a un inventario de tareas, le quitamos a la persona la esencia de su aporte.
El verdadero valor que cada miembro de una organización agrega es su capacidad de pensar, decidir y aportar criterio dentro de un marco de responsabilidades.
Las tareas se cumplen, el trabajo se interpreta y se lleva adelante con criterio.
El rol es el lugar formal que una persona ocupa en la organización, con responsabilidades, autoridad y campo de discreción legítimos.
Es mucho más que un título en una tarjeta: es el espacio donde se espera que alguien articule sus decisiones con las de otros, en línea con los objetivos de la empresa.
En palabras simples: el rol define el nivel de complejidad del trabajo, establece la autoridad para decidir y marca la obligación de rendir cuentas.
Un rol bien diseñado no es una acumulación de tareas, sino un contrato claro entre lo que la persona puede aportar y lo que la organización necesita de ella.
Por qué esta distinción importa tanto
Esta distinción es un punto de inflexión para el diseño organizacional. ¿Por qué? Porque permite:
- Reconocer la naturaleza humana del trabajo: Las personas no somos simples ejecutores. Somos portadores de juicio y decisión. Cuando una organización lo entiende, puede aprovechar mejor la capacidad de pensar, decidir y crear de cada colaborador.
- Construir estructuras coherentes y efectivas: Un organigrama cobra sentido cuando los roles están bien definidos, con niveles de autoridad y responsabilidad claros. Esto evita confusión, solapamientos y vacíos de mando que tanto erosionan la gestión.
- Generar justicia y pertenencia organizacional: Cuando a cada persona se le asigna un rol acorde a su capacidad, con un campo de acción bien delimitado, se crea un entorno de equidad y confianza. Ese equilibrio entre lo que se pide y lo que se habilita fortalece el sentido de pertenencia.
- Dar sustento a los niveles de trabajo: Toda organización está compuesta por estratos que responden a distintos niveles de complejidad.
Un analista, un gerente y un director no se diferencian solo por jerarquía, sino por el tipo de decisiones que deben tomar y el horizonte temporal que manejan.
Si se confunden tareas con roles, ese modelo colapsa y se pierde la lógica de crecimiento.
Concluyendo…
Las organizaciones justas y sostenibles se construyen a partir de roles claros, capaces de reconocer la naturaleza del trabajo humano: y el valor del juicio en contextos de complejidad creciente.
Los directores y gerentes encuentran su mayor desafío en crear roles significativos, capaces de honrar el valor de cada trabajo y sostener una estructura organizacional coherente con su propósito.
Equipo Sils